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Un invierno brillante

Actualizado: 11 feb

(casa, principios de febrero 2025)


He descubierto el invierno sobre el cerro del quejigar. Iban mis pasos subiendo y subiendo, cruzando unas rocas y pisando la hojarasca. De repente, he oído movimiento entre las ramas desnudas, como un aleteo rápido y profundo. He frenado, he levantado la vista y ahí estaba, sobre el valle, un inverno inmenso y precioso.


Camino hacia Valdealmendras desde las rocas de casa. Canon EOS 1200D prestada.
Camino hacia Valdealmendras desde las rocas de casa. Canon EOS 1200D prestada.

El invierno en casa tiene mucho que ver con la sensación de madriguera: las piedras ordenadas que forman los muros que me recogen se hunden en la tierra y sé que leo por las noches en la cama alumbrada por la luz de la mesilla como si fuera una criatura fascinante de esas que salen en las ilustraciones de cuentos tradicionales donde se pueden ver los entresijos bajo tierra de las madrigueras habitadas por tejones lectores, gnomos hogareños y osos hibernando. Me siento un poco de todo: tejona lectora, gnoma hogareña, osa hibernando. Paseo por los caminos como un ser vivo más que respira y existe entre los matorrales, sin dejar que el aire frío se me cuele en los oídos, pero dando espacio a cada sonido y cada movimiento que me rodea: dejo que penetre por cada poro de lo que soy y vaya llenándome de calma, de quietud y de sentido. En los paseos recorro estas calles sin aceras, busco el sol y el encuentro. A veces veo a A. sentado en su banco y podemos hablar de cosas importantes: el agua, las nubes, cómo hace ese guiso, qué tipo de pájaro es aquél, cómo era la vida en la casa del pueblo alto que ahora está vacío y solo. Y aquí estamos expectantes: hemos visto en las ramas de los almendros cómo reposa cada yema, miles, miles de ellas. El invierno trae mil flores. El carbonero (Parus major) llena la mañana de sus maravillosos y muy diferentes reclamos. Es invierno, pero la vida social de las aves ya comienza; parece como si se hubiesen despertado todas con el mismo despertador y aprovechan para despertarnos a nosotras, todas estas personas que descansamos entre las piedras. No puedes evitar formar parte de un ritmo natural que nos traspasa y nos sobrepasa, nos envuelve y nos recuerda que somos precisamente esto: ciclo de naturaleza, pasajeras entre las hojas. 

 

El jardín responde al invierno con alegría y con calma y yo me veo de repente haciendo lo mismo. Mis pequeños frutales ya están podados y ahora tengo que ordenar un ligero caos que he ido acumulando en una esquina apoyado sobre una pared de casa durante estos últimos meses de mucho trabajo y poco tiempo para el jardín. Estas mañanas heladoras dejan los paseos repletos de escarcha. Al pisarla cruje y rompe el silencio que me rodea. Es un crujido simple y emocionante. Me siento sobre las rocas grandes y me tomo el tiempo de pensar y observar, de decidir con paciencia qué semilleros pondré y cuál es el siguiente paso para cuidar de la tierra. Voy lenta, pero segura. Aquí no existe ese tipo de prisa que te atropella y te lanza hacia una rueda veloz y extraña que ahoga las fuerzas y no permite ver más allá. Aquí frenas y respiras profundo un aire lleno de tomillo y ajedrea. El aire puro y el sol sobre la hierba no te permiten entrar en ninguna rueda: es como si te sacaran continuamente de esa inercia innata, pero a su vez tan artificial, de estar viviendo en paralelo a la vida que nos gustaría, siempre pensando en lo que haríamos con más tiempo, con más espacio o con menos agobio. El campo llega y te frena y te sacude para dejarte luego bien plantada en lo que está ocurriendo en este mismo instante. Si eres capaz de dejarte sacudir y plantar, empiezas a echar unas raíces que nunca pensaste que tendrías. Con fuerza, con flexibilidad, se van abriendo paso por la tierra recorriendo las entrañas de lo que reposa bajo los matojos de lavanda y encontrándose con las raíces fuertes de la malva que va extendiéndose sin pedir permiso y a la que tengo completamente vigilada. Los olmos han perdido todas las hojas, aunque cada vez tienen menos cantidad y en peor estado. La grafiosis que los afecta desde hace unos años se abre paso y ellos sobreviven a duras penas. Espero que la poda que les he hecho este invierno pueda ayudarlos a remontar un poco, los aligere, les permita trabajar sin excesos, existir sin esfuerzos. Porque les deseo la misma libertad que he encontrado yo entre estos cerros, la misma que me sorprende cada día y que me hace sentir ligera y cuidada. Existir sin que ello suponga un continuo y agotador esfuerzo: existir sin esforzarme en hacerlo. Caminar, crecer, aprender, tener voz. Aquí, con los insectos. Aquí, bailando al son de los reclamos de las aves. Qué maravillosa es la existencia: aquí, mientras se desenvuelve, en forma de gran tesoro, un invierno brillante.

 
 
 

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