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Veo todo

(Tren de camino a Madrid, abril 2024)

 

Vamos el tren y yo siguiendo al río. Cae, gira, respira, el río. El tren lo imita, sin respirar profundo. El tren ruge, a veces. Otras chilla también. Se queja, breve, rítmico, como si le costara el movimiento. Yo leo las páginas del libro que reposa en mi pierna, pero siempre termino mirando hacia el río. A ratos voy más alta que él, luego de repente desaparece entre los barrancos abiertos. Y vuelve, aparece como si nunca se hubiera ido. 

 

 Me distrae el revisor, que cierra la puerta del coche y me mira, paciente. “Muy bien”, me dice, y sigue su ruta después de comprobar mi billete. Llegamos a un pueblo del valle, y el río tuerce bajo un puente y se va. Nos dividimos, nos separamos. El tren para en una pequeña estación. Y ahora solo veo la chopera lejana. 


Ovejas paseando por las ruinas de casa, primavera 2024. Cámara analógica.
Ovejas paseando por las ruinas de casa, primavera 2024. Cámara analógica.

 La primavera adorna el valle, los cerros ya no son pardos. Lo veo aquí y lo veo desde la ventana de casa. Verdes nuevos, aulaga que tiñe el campo y las colinas de preciosas manchas amarillas. Las ovejas, pastando, con sus tonos cálidos y su murmullo profundo suben por el cerro. Las veo. Veo los cerros. Veo la primavera y veo el río. Y el tren me resulta casi tan familiar como mi propia ventana de casa, con mi libro, con un paisaje infinito al que me asomo para ver la vida. 

 

 
 
 

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